sábado, 20 de febrero de 2010
—Edward —le dije. Estaba tan nerviosa que me dediqué a estudiar con atención un
lunar de mi muñeca—. Hay algo que me gustaría hacer antes de dejar de ser humana.
ÉI esperó a que prosiguiera, pero no lo hice. Mi cara estaba roja como un tomate.
—Lo que quieras —me animó, impaciente y sin tener ni idea de lo que le iba a pedir.
—¿Me lo prometes? —era consciente de que mi plan de atraerle con sus propias
palabras no iba a funcionar, pero no pude resistirme a preguntárselo.
—Sí —respondió. Alcé la mirada y vi en sus ojos una expresión ferviente y algo
perpleja—. Dime lo que quieres, y lo tendrás.
No podía creer que me estuviera comportando de una forma tan torpe y tan estúpida.
Era demasiado inocente; precisamente, mi inocencia era el punto central de la
conversación. No tenía la menor idea de cómo mostrarme seductora. Tendría que
conformarme con recurrir al rubor y la timidez.
—Te quiero a ti —balbuceé de forma casi ininteligible.
—Sabes que soy tuyo —sonrió, sin comprender aún, e intentó retener mi mirada
cuando volví a desviarla.
Respiré hondo y me puse de rodillas sobre la cama. Luego le rodeé el cuello con los
brazos y le besé.
Me devolvió el beso, desconcertado, pero de buena gana. Sentí sus labios tiernos
contra los míos, y me di cuenta de que tenía la cabeza en otra parte, de que estaba
intentando adivinar qué pasaba por la mía.