jueves, 18 de marzo de 2010
Abrí la puerta de un tirón, con una precipitación ridícula, y allí
estaba él, mi milagro personal.
El tiempo no había conseguido inmunizarme contra la perfección
de su rostro y estaba segura de que nunca sabría valorar lo
suficiente todos sus aspectos. Mis ojos se deslizaron por sus pálidos
rasgos: la dureza de su mandíbula cuadrada, la suave curva de
sus labios carnosos, torcidos ahora en una sonrisa, la línea recta
de su nariz, el ángulo agudo de sus pómulos, la suavidad mar-
mórea de su frente, oscurecida en parte por un mechón enredado
de pelo broncíneo, mojado por la lluvia…
Dejé sus ojos para lo último, sabiendo que perdería el hilo
de mis pensamientos en cuanto me sumergiera en ellos. Eran
grandes, cálidos, de un líquido color dorado, enmarcados por
unas espesas pestañas negras. Asomarme a sus pupilas siempre
me hacía sentir de un modo especial, como si mis huesos se volvieran
esponjosos. También me noté ligeramente mareada, pero
quizás eso se debió a que había olvidado seguir respirando.
Otra vez.
Era un rostro por el que cualquier modelo del mundo hubiera
entregado su alma; pero claro, sin duda ése sería precisamente el
precio que habría de pagar: el alma.
No. No podía creer aquello. Me sentía culpable sólo por pensarlo
y en ese momento me alegré de ser —a menudo me sucedía—
la única persona cuyos pensamientos constituían un misterio
para Edward.
Le tomé la mano y suspiré cuando sus dedos fríos se encontraron
con los míos. Su tacto trajo consigo un extraño alivio, como
si estuviera dolorida y el daño hubiera cesado de repente.
—Eh —sonreí un poco para compensarle de tan fría acogida.
Él levantó nuestros dedos entrelazados para acariciar mi mejilla
con el dorso de su mano.
estaba él, mi milagro personal.
El tiempo no había conseguido inmunizarme contra la perfección
de su rostro y estaba segura de que nunca sabría valorar lo
suficiente todos sus aspectos. Mis ojos se deslizaron por sus pálidos
rasgos: la dureza de su mandíbula cuadrada, la suave curva de
sus labios carnosos, torcidos ahora en una sonrisa, la línea recta
de su nariz, el ángulo agudo de sus pómulos, la suavidad mar-
mórea de su frente, oscurecida en parte por un mechón enredado
de pelo broncíneo, mojado por la lluvia…
Dejé sus ojos para lo último, sabiendo que perdería el hilo
de mis pensamientos en cuanto me sumergiera en ellos. Eran
grandes, cálidos, de un líquido color dorado, enmarcados por
unas espesas pestañas negras. Asomarme a sus pupilas siempre
me hacía sentir de un modo especial, como si mis huesos se volvieran
esponjosos. También me noté ligeramente mareada, pero
quizás eso se debió a que había olvidado seguir respirando.
Otra vez.
Era un rostro por el que cualquier modelo del mundo hubiera
entregado su alma; pero claro, sin duda ése sería precisamente el
precio que habría de pagar: el alma.
No. No podía creer aquello. Me sentía culpable sólo por pensarlo
y en ese momento me alegré de ser —a menudo me sucedía—
la única persona cuyos pensamientos constituían un misterio
para Edward.
Le tomé la mano y suspiré cuando sus dedos fríos se encontraron
con los míos. Su tacto trajo consigo un extraño alivio, como
si estuviera dolorida y el daño hubiera cesado de repente.
—Eh —sonreí un poco para compensarle de tan fría acogida.
Él levantó nuestros dedos entrelazados para acariciar mi mejilla
con el dorso de su mano.